
Por Marcelo Pérez Peláez (con asistencia de Qwen y Grok)
En un mundo acelerado por la revolución tecnológica, donde la inteligencia artificial redefine las dinámicas sociales y educativas, el Papa León XIV ha lanzado una reflexión que trasciende lo religioso para convertirse en un mensaje universal: la protección del desarrollo intelectual y emocional de los niños y jóvenes no puede quedar relegada en manos de algoritmos. Su preocupación, aunque velada bajo el manto de la prudencia, es clara: la dependencia creciente de herramientas de IA amenaza no solo la capacidad crítica de las nuevas generaciones, sino también su habilidad para construir conocimientos desde la experiencia, la interacción humana y el pensamiento profundo.
El Pontífice ha señalado que el uso indiscriminado de estas tecnologías en entornos educativos y cotidianos podría erosionar habilidades fundamentales como la creatividad, la resolución de problemas y la empatía. Su advertencia invita a cuestionar si estamos priorizando la eficiencia técnica sobre la complejidad del aprendizaje humano. La formación de una mente joven no es un proceso mecánico; requiere esfuerzo, error, diálogo y, sobre todo, la guía de figuras adultas capaces de transmitir valores que ninguna máquina puede replicar.
La Santa Sede, fiel a su rol de voz ética en debates globales, ha anunciado iniciativas para promover un enfoque responsable de la IA, especialmente en escuelas y espacios donde los niños son más influenciables. Esta postura evoca el legado de sus predecesores, como el Papa Francisco, quien ya alertó sobre los riesgos de una tecnología que, sin frenos morales, podría deshumanizar las relaciones y concentrar poder en pocas manos. La diferencia ahora es que la IA no es una amenaza futurista: está entre nosotros, moldeando hábitos, decisiones y hasta identidades desde edades tempranas.
Sin embargo, criminalizar la tecnología sería un error. La inteligencia artificial también ofrece herramientas para democratizar el acceso al conocimiento, personalizar la educación y apoyar a niños con necesidades específicas. El desafío no está en la tecnología en sí, sino en cómo la sociedad decide implementarla. ¿Cómo equilibrar la innovación con la preservación de habilidades esenciales? ¿Quién velará por que los niños no confundan la información instantánea con el pensamiento crítico? Estas preguntas exigen respuestas colectivas: padres, docentes, gobiernos y desarrolladores deben colaborar para diseñar un futuro donde la tecnología sirva al ser humano, no lo reemplace en su esencia.
El mensaje del Papa León XIV no es un rechazo a la modernidad, sino un recordatorio de que el progreso no debe medirse solo en avances técnicos, sino en la capacidad de proteger lo que nos hace humanos. En la era de la IA, educar implica más que nunca enseñar a cuestionar, a soñar y a conectar con el otro. La infancia, espacio de curiosidad y vulnerabilidad, merece un escudo ético que garantice que la tecnología amplíe horizontes sin secuestrar la mente. La pregunta que queda en el aire es simple pero profunda: ¿Qué tipo de adultos queremos formar en un mundo gobernado por máquinas? La respuesta, por fortuna, aún está en nuestras manos.
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Fuente Noticias MDQ











