
Por Marcelo Pérez Peláez (con asistencia de GPT).
Esta semana un joven de 18 años murió y seis personas resultaron heridas en una caravana de motos que terminó en tragedia. El episodio no es un accidente aislado: refleja el colapso de una convivencia ciudadana cada vez más vulnerada por la violencia, la impunidad y la falta de un horizonte colectivo.
La madrugada del viernes 20 de junio de 2025 no fue una más en Mar del Plata. En la intersección de Fortunato de la Plaza y Talcahuano, un auto impactó contra una caravana de motociclistas que circulaban de forma desordenada y a alta velocidad. Lo que comenzó como un recorrido nocturno terminó en una escena de horror: seis jóvenes con fracturas y traumatismos, y un adolescente —Franco Agustín Maiorano, de 18 años— que moriría horas más tarde en el HIGA.
La reconstrucción del hecho revela un escenario complejo. Una de las motos se cruzó inesperadamente, el auto perdió el control y se desencadenó una colisión en cadena. Pero lo que pasó antes —según testimonios y grabaciones del COM— también importa: denuncias de agresión al conductor del vehículo, robos y persecuciones previas. ¿Fue un siniestro vial o un estallido de violencia callejera?
Lo cierto es que la calle, una vez más, se convirtió en campo de batalla.
En los últimos dos meses, la Municipalidad secuestró más de 780 motos en operativos focalizados contra picadas ilegales y caravanas sin control. Pero según el intendente Guillermo Montenegro, las cifras son aún mayores. “Esto no es un accidente. Es el resultado de una organización delictiva. En seis meses secuestramos 2.500 motos”, afirmó en declaraciones a la prensa, apuntando contra la “romantización” de ciertas conductas marginales.
Desde la Secretaría de Seguridad insisten en que los controles seguirán intensificándose, pero los hechos muestran que la calle sigue siendo un espacio sin ley para muchos jóvenes que encuentran en la velocidad, el ruido y la provocación su forma de pertenecer.
El fiscal Germán Vera Tapia investiga el caso como homicidio culposo, aunque aclaró que “no parece haber responsabilidad del conductor del auto”. Mientras se revisan las cámaras y se espera la pericia accidentológica, la sociedad asiste —una vez más— a un debate sobre límites, responsabilidades y silencios peligrosos.
¿Por qué un adolescente encuentra identidad en una caravana que desafía todas las normas?
¿Qué hace que un conductor se sienta amenazado al punto de chocar a un grupo entero?
¿Dónde están las políticas de prevención?
Más que motos: una cultura de riesgo
Las caravanas no son el problema. Son el síntoma. Del vacío educativo, de la crisis de autoridad, de una cultura donde el espectáculo —filmado, compartido, viralizado— importa más que la vida. Los jóvenes circulan sin casco, sin registro, sin freno… y sin destino.
Como advertía Zygmunt Bauman, vivimos en una sociedad líquida, sin estructuras firmes, donde todo se diluye: la moral, la responsabilidad, el sentido de comunidad. En ese contexto, el “stunting”, la provocación urbana y la violencia espontánea se vuelven parte de un ritual de iniciación, una forma desesperada de pertenecer.
Franco Agustín Maiorano no puede ser una estadística más. Su muerte debe doler, incomodar, hacer ruido. Porque la verdadera tragedia no fue el choque, sino todo lo que lo hizo posible: una ciudad fracturada, instituciones impotentes, discursos duros y valores que se desintegran.
Este no fue un hecho policial. Fue un grito social. Si no lo escuchamos, el próximo será peor.
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Fuente Noticias MDQ











